Ahora que estoy jubilado y dispongo de tiempo suficiente para hacer muchas cosas que antes me resultaban imposibles, he cogido la costumbre de dar por las tardes pequeños paseos, que me permiten desentumecer los músculos y los huesos oxidados después de tantos años de inactividad.
El caso es que hace unos días subía en Gijón hacia el parque de los Pericones pensando en cosas presumiblemente insustanciales cuando de pronto pasó a mi lado una moto a todo trapo, con el tubo de escape cortado. No creo exagerar si digo que el ruido repentino me hizo elevarme en el aire dos palmos sobre la acera, así como refrescar mi memoria acordándome hasta la cuarta generación del árbol genealógico del causante, protegido su incógnito bajo un casco de extraterrestre. Tampoco exagero si afirmo que el ruido no desmerecía en absoluto al que produce un avión al despegar. Por si fuera poco, unos metros más adelante vi a una pareja de policías municipales que, indudablemente, tuvieron que haber oído el ruido de la moto, pero que hicieron caso omiso de la infracción. Y yo me pregunto: ¿No existe, acaso, una ordenanza de ruidos? ¿No es deber de la policía municipal proteger a los ciudadanos de aquellas situaciones que puedan significar un menoscabo de la salud ambiental?
Leo en un libro de texto de Bachillerato: “Los ruidos de intensidad superior a 120 decibelios producen sensaciones dolorosas; si son de más de 140 decibelios, incluso actuando durante breves intervalos de tiempo, pueden provocar la rotura del tímpano y dar lugar a sordera permanente”.
De repente, una lucecita se enciende en mi cabeza: ¿Serán estas frases del libro entrecomilladas la explicación de por qué los policías no se inmutaron al paso del motorista? ¿Estarían sordos a causa del enorme ruido ambiental existente en nuestra ciudad de Gijón?
Dicen que Tokio es la ciudad más ruidosa del mundo. ¡Hala! ¡A por ellos!
El caso es que hace unos días subía en Gijón hacia el parque de los Pericones pensando en cosas presumiblemente insustanciales cuando de pronto pasó a mi lado una moto a todo trapo, con el tubo de escape cortado. No creo exagerar si digo que el ruido repentino me hizo elevarme en el aire dos palmos sobre la acera, así como refrescar mi memoria acordándome hasta la cuarta generación del árbol genealógico del causante, protegido su incógnito bajo un casco de extraterrestre. Tampoco exagero si afirmo que el ruido no desmerecía en absoluto al que produce un avión al despegar. Por si fuera poco, unos metros más adelante vi a una pareja de policías municipales que, indudablemente, tuvieron que haber oído el ruido de la moto, pero que hicieron caso omiso de la infracción. Y yo me pregunto: ¿No existe, acaso, una ordenanza de ruidos? ¿No es deber de la policía municipal proteger a los ciudadanos de aquellas situaciones que puedan significar un menoscabo de la salud ambiental?
Leo en un libro de texto de Bachillerato: “Los ruidos de intensidad superior a 120 decibelios producen sensaciones dolorosas; si son de más de 140 decibelios, incluso actuando durante breves intervalos de tiempo, pueden provocar la rotura del tímpano y dar lugar a sordera permanente”.
De repente, una lucecita se enciende en mi cabeza: ¿Serán estas frases del libro entrecomilladas la explicación de por qué los policías no se inmutaron al paso del motorista? ¿Estarían sordos a causa del enorme ruido ambiental existente en nuestra ciudad de Gijón?
Dicen que Tokio es la ciudad más ruidosa del mundo. ¡Hala! ¡A por ellos!