miércoles, 14 de septiembre de 2011

San Petersburgo, final de trayecto

Al fin pudimos llegar a San Petersburgo, después de un viaje bastante azaroso desde Tallin. Las dificultades comenzaron al llegar a Narva, la última población de Estonia antes de la frontera con Rusia, frontera constituida precisamente por el río que lleva el mismo nombre de la ciudad y que, tras nacer en el lago Peipus, desemboca en el golfo de Finlandia después de un recorrido de 77 kilómetros. Frente a Narva, en la otra margen del río, la localidad rusa de Ivangorod recibe a los viajeros procedentes de Estonia, que en su viaje por carretera pasan al lado de las fortificaciones fronterizas situadas en las dos orillas del río.
Dos horas estuvimos parados en la frontera de Estonia, en el interior del autocar, esperando que revisasen nuestros pasaportes visados, y otras dos horas demoramos en la frontera rusa, y en ambos casos la severidad de los gendarmes se vio bastante suavizada con una pequeña gratificación económica. Es lo que en los países sudamericanos se conoce como “mordida” y que sirve para comprobar que, como escribió Quevedo, poderoso caballero es don dinero”. Que estas cosas sucedan en Rusia puede resultar, hasta cierto punto, comprensible; pero no lo es tanto en el caso de Estonia, país que, al igual que España, pertenece a la Unión Europea. Es como si en Gijón, para ir desde la calle de Uría hasta Corrida, le retuviesen a uno durante dos horas en la plaza del Parchís.
Desde Ivangorod a San Petersburgo nos encontramos con una Rusia distinta de la que esperábamos. La carretera, con abundantes baches, nos iba llevando a través de zonas rurales con casas de madera con techumbres de uralita -o similar- y algunas, incluso, con plásticos tapando las ventanas. Aparentemente no se apreciaba que nos acercábamos a una gran ciudad, no se observaban urbanizaciones ni polígonos industriales, y kilómetro tras kilómetro continuaban los mismos suburbios empobrecidos…, hasta que llegamos a Moskovskye prospekt, donde en el número 97 nos esperaba el Holiday Inn, en el que nos alojaríamos durante tres días. Es una mole de quince pisos y de muy buen aspecto exterior, que no desmerece al penetrar en el hall, y que se confirma al llegar a la habitación, muy espaciosa y con bastante confort. Comimos aceptablemente al llegar al hotel, si bien en los días sucesivos la calidad y variedad de la comida experimentaron un fuerte retroceso.
San Petersburgo es una ciudad que cuenta hoy día con más de cuatro millones y medio de habitantes. Fue fundada en 1703 por el zar ruso Pedro I el Grande en una isla situada en el delta del río Neva, en la que levantó la fortaleza de Pedro y Pablo. Tras la construcción del Almirantazgo, la fortaleza se transformó en prisión de personajes famosos muy conocidos, como Dostoievski o Bakunin. Evidentemente, la construcción de la ciudad requirió un duro trabajo de desecación y saneamiento del delta; cuenta la leyenda negra que en ello perdieron la vida cerca de 30.000 rusos. La situación de la ciudad era y sigue siendo muy estratégica como puerta de salida al Báltico y hoy día se ha convertido en un importante centro industrial, cultural y artístico. Conocida como “la Venecia del Norte”, San Petersburgo se extiende sobre más de un centenar de islas separadas por los brazos del río Neva y por innumerables canales, unidos por más de 600 puentes. El núcleo urbano presenta una planta regular, con avenidas amplias y rectilíneas y extensas plazas.
Además de fábricas de productos alimenticios, textiles, químicos, etc., en la ciudad se levantan grandes instalaciones siderúrgicas, mecánicas, astilleros y establecimientos para la producción de porcelanas, caucho, papel y material electrónico y aeronáutico que se cuentan entre los mayores y mejor abastecidos del país. Posee numerosos colegios universitarios, una academia de artes, y grandes bibliotecas y museos. Además, reviste gran importancia el tráfico comercial que da vida al puerto y a una red ferroviaria que irradia desde aquí en todas direcciones, complementada por numerosas vías fluviales.
Debido a su situación geográfica, a casi 60º latitud norte, desde finales de mayo hasta mediados de julio los días son muy largos y por la noche el cielo no se oscurece por completo; es un fenómeno conocido popularmente como ”noches blancas” y resulta especialmente visible en los días despejados.
El clima de san Petersburgo es muy húmedo, con inviernos sumamente crudos, helándose el río Neva. El deshielo comienza en marzo y con él se inicia también un periodo muy lluvioso que precede a la primavera. El verano se concentra en los meses de junio y julio, predominando el sol. El otoño es muy breve (septiembre y mitad de octubre) y normalmente lluvioso; sin embargo, los años en que las precipitaciones son escasas, los colores de la naturaleza resultan espectaculares.
El lunes, día 8 de agosto, al llegar a San Petersburgo, nos llevaron a realizar un recorrido en autocar por los lugares y monumentos presumiblemente más significativos; una visita rápida que sirvió para darnos una idea de los aspectos más “turísticos” de la ciudad. Hicimos varias paradas para fotografiar lugares emblemáticos y admiramos “in situ” muchas maravillas arquitectónicas que antes habíamos visto a través de postales o de internet. Nos llamaron la atención de una forma especial las columnas rostrales, de 32 metros de altura, adornadas con proas de barcos, con cuatro estatuas en la base simbolizando los cuatro grandes ríos del imperio ruso (Volhov, Volga, Neva y Dniépr), obra del arquitecto Thomas de Thomon. También nos causó una grata sorpresa la presencia del crucero Aurora, atracado desde 1948 en el muelle frente a la Academia Naval Nachimov: la fama de este barco está relacionada con el comienzo de la Revolución, pues en la noche del 7 de noviembre de 1917 remontó el Neva y, en el momento en que desde el bastión Naryškin de la fortaleza se dio la señal, disparó el histórico cañonazo que abrió el camino al asalto al Palacio de Invierno.
También bajamos del autocar, para ver desde el exterior, la catedral de San Nicolás de los Marinos; es un edificio blanquiazul que data de 1770 y que consta de dos plantas, con cinco cúpulas y una gran ornamentación.
Al día siguiente de nuestra llegada, por la mañana, bajo una suave llovizna, vistamos la catedral de San Isaac, construida entre 1818 y 1858 por el arquitecto francés Auguste Montferrand sobre la planta diseñada por el español Agustín de Betancourt. Para cimentar el edificio fue necesario clavar en el terreno pantanoso más de 24.000 troncos de árbol. Se calcula que todo el conjunto, para cuya construcción se emplearon 43 tipos diferentes de piedra, puede alcanzar un peso de 300.000 toneladas. La catedral está rematada por una cúpula grande central y cuatro pequeñas en los ángulos, sobre los campanarios, y posee cuatro monumentales portadas, formadas por 112 columnas monolíticas de granito rojo de Finlandia, de 16 metros de altura, con un peso de 114 toneladas cada una. El interior es muy rico en oro, mármol y bronce y tiene una superficie de 4.000 m2, que da cabida a 14.000 personas. Dentro del edificio vimos un impresionante iconostasio de malaquita y lapislázuli, un péndulo de Foucault que cuelga desde la cúpula central, una maqueta de madera del sistema utilizado para izar las columnas, otra maqueta de madera taraceada de la iglesia a escala 1/166 y un busto de Montferrand realizado con los 14 tipos distintos de mármol utilizados en la construcción de la iglesia. Entre los templos dotados de cúpula, la catedral de San Isaac ocupa, por sus dimensiones (101,5 metros de altura) el cuarto lugar del mundo, detrás de la catedral de San Pedro en Roma, San Pablo en Londres y Santa María dei Fiore en Florencia.
Al sur de la Catedral se encuentra la plaza de San Isaac, en cuyo centro se yergue la estatua ecuestre de Nicolás I, obra del escultor Piotr Klodt (1856-1859), cuya originalidad radica en que tiene solo dos puntos de apoyo. Las estatuas alegóricas situadas en el pedestal (Fe, Sabiduría, Justicia y Poder) son retratos de la zarina y de las tres grandes duquesas. Más al sur, el canal Mojka y el palacio Mariinskij; y al este, los hoteles Astoria y Angleterre, así como el edificio del Almirantazgo, con su torre con aguja, de 72 metros de altura, rematada con una veleta en forma de fragata de tres mástiles, visible desde cualquier punto de la ciudad. Y al norte, la plaza de los Decembristas, con la estatua ecuestre conocida como “el jinete de bronce”, que representa al zar Pedro I y que fue realizada en 1782 por el escultor francés Etienne-Maurice Falconet.
Lloviznaba todavía cuando nos dirigimos hacia la “isla de las Liebres” (Zájacij ostrov), donde se ubica desde hace tres siglos la fortaleza de Pedro y Pablo, con sus seis bastiones. El principal edificio de la fortaleza es la catedral de San Pedro y San Pablo, obra maestra de Domenico Trezzini y uno de los ejemplos más interesantes de la primera arquitectura barroca de San Petersburgo; es de planta basilical rematada al este por una cúpula y al oeste por una torre de 122,5 metros, de los que 60 corresponden a la famosa aguja, que a su vez sostiene una esfera con un gallardete en forma de ángel que porta la cruz, obra de Antonio Rinaldi. Esta catedral puede considerarse como el panteón de los zares rusos de la dinastía Romanov, todos los cuales reposan bajo sarcófagos idénticos de mármol blanco, con la excepción de las tumbas de Alejandro II y de su esposa, cuyos sarcófagos son de jaspe de los Urales y de rodonita. Los restos del último zar Nicolas II y de los miembros de su familia, fusilados en julio de 1918 en Ekaterinburgo, están sepultados en la iglesia lateral de Santa Catalina. En la plazoleta delante del edificio del cuerpo de guardia vimos la estatua sedente de Pedro I, realizada en 1991 por Mijail Shemiakin.
Comimos en el restaurante Stravinski, en la orilla del canal Fontanka, amenizados por un grupo folclórico que nos obsequió con un amplio repertorio de música tradicional rusa, utilizando instrumentos muy peculiares.
Por la tarde nos esperaba el museo Ermitage, ubicado en un conjunto de cinco edificios -el Palacio de Invierno, el Viejo Ermitage, el Nuevo Ermitage, el Teatro del Ermitage y el Pequeño Ermitage-, obra del arquitecto italiano Bartolomeo Francesco Rastrelli (el mismo que diseñó el palacio Rundãle en Letonia), que son ejemplos grandiosos del barroco y albergan en total más de tres millones de obras de arte. El interior del Palacio de Invierno, el primero que visitamos, puede decirse que empieza con la Escalera Principal. Conducidos por nuestro guía, un estupendo profesional ruso, de nombre Alexander, fuimos visitando un gran número de salas, pasando de un edificio a otro; vimos cuadros de Rembrandt, Rubens, Leonardo da Vinci, Renoir, Monet, Picasso, Degas, Gauguin, Mattise, van Gogh… y admiramos el reloj “Pavo Real”, confeccionado en el siglo XVIII y comprado por el príncipe Grigori Potiomkin, quien luego se lo regalaría a Catalina II.
Al sur del Ermitage pudimos admirar la plaza del Palacio, con el edificio del Estado Mayor General, realizado por Carlo Rossi en 1819-1829, y la columna de Alejandro, obra de Auguste Montferrand, levantada en 1834 en honor de Alejandro I: es el mayor monolito del mundo moderno, de granito rosa, con un peso de casi 600 toneladas y una altura de 47,5 metros; el ángel de bronce dorado que lleva en su parte superior, obra de B. Orlovskij, representa al zar Alejandro levantando al cielo la mano derecha y con la cruz en la izquierda. De la plaza del Palacio se sale hacia la ulica Bol´saja Morskaja a través de un arco de triunfo terminado por Carlo Rossi en 1829 para conmemorar la victoria de 1812 sobre los ejércitos de Napoleón; encima del arco se encuentra el carro de la Victoria tirado por seis caballos.
Ya fuera del Ermitage, siguiendo el canal Mojka, llegamos a la iglesia de la Resurrección de Cristo o de la Sangre Derramada, construida por el arquitecto Alfred Parland en los años 1883-1907 en el preciso lugar en que el zar Alejandro II fue asesinado por el terrorista Grinevitski. Se trata de un edificio de 81 metros de altura, de estilo neorruso, insólito en una ciudad en la que dominan el neoclásico y el rococó; está provisto de cinco cúpulas y tiene al lado un campanario, rematado también en una cúpula dorada. Lo más característico del edificio, además de su forma, son los revestimientos multicolores de las fachadas, hechos con ladrillos, cerámica, mármol y granito. Además, las cúpulas en forma de cebolla, las hornacinas y todo el interior están revestidos de un total de 308 mosaicos con una superficie de 6560 metros cuadrados.
Muy cerca de la iglesia, atravesamos el Campo de Marte (Marsovo Pole), espacio verde que tomo este nombre desde tiempos de Pedro I, cuando la explanada se dedicaba principalmente a desfiles y ejercicios militares. Justo en el centro se encuentra el monumento a los combatientes de la Revolución de Febrero de 1917, construido hace un siglo sobre la sepultura de 184 soldados y obreros, muertos en dicha revolución. Encima del monumento se encendió en 1957 la primera Llama Eterna del país.
Desde la iglesia de la Sangre Derramada, el canal Griboédov nos condujo, siguiendo su orilla, hasta Nevski prospekt, la avenida principal de la ciudad, de 4,5 kilómetros de longitud y de una anchura que oscila desde los 25 hasta los 60 metros, atravesada por varios ríos y canales, con puentes sobre ellos, que le confieren su mayor atractivo. Vimos el edificio de la compañía Singer (1902-1904), actual Casa del Libro, obra de Pavel Sjuzor; su torre, rematada por una esfera de 2,8 metros de diámetro, sostenida por figuras alegóricas de la navegación, se convirtió en uno de los símbolos de la nueva San Petersburgo capitalista. Contemplamos, andamiada, la catedral de Nuestra Señora de Kazan (1801-1811), proyectada por Andrei Voronijin, con sus columnatas laterales integradas por 144 columnas, y las estatuas de los generales Kutuzov y Barclay, obra de Orlovskij en 1837. Pasamos enfrente del hotel Europa y de las grandes tiendas Gostinyj Dvor, un inmenso mercado de aproximadamente 1 kilómetro de perímetro. También atrajo nuestra atención la plaza Ostrovskogo, creada por Carlo Rossi, en cuyo centro se yergue el monumento de Catalina II, de 1873, obra de Mikešin y Opekušin; la estatua de la zarina, de 4 metros de altura, está rodeada por estatuas de seis personajes célebres de su época; y al fondo de la plaza, el teatro Aleksandrinskij, obra también de Carlo Rossi. Terminamos cruzando el puente Aničkov, sobre el canal Fontanka, decorado en sus cuatro esquinas con grupos escultóricos de bronce de los famosos Domadores de caballos, obra maestra de Piotr Klodt, del año 1850…
No quiero alargar la relación, pues la riqueza monumental de la avenida Nevski resulta inconmensurable. Prefiero referirme ahora al recorrido que realizamos por la noche en barco a través del río Neva y los canales para contemplar un verdadero espectáculo: la apertura de los puentes del río, incomunicando las islas del delta, para permitir que los barcos grandes entren en la ciudad; a las cinco de la mañana los puentes se vuelven a cerrar y San Petersburgo recupera el tráfico normal a través de puentes y calles. Resulta emocionante el momento en que los puentes se levantan, mientras las luces se reflejan en las aguas del río.
Conducir por las calles de San Petersburgo -o de cualquier otra ciudad rusa- puede resultar bastante complicado para un occidental que visite por vez primera este país. Y no lo digo por los policías de tráfico (GAI), que, según cuentan las guías de turismo, suelen demostrar un celo excesivo a la hora de imponer multas por infracciones cometidas por los conductores, sino por los letreros indicativos de calles, direcciones, estaciones de metro, señales de tráfico, etc., que están escritos en caracteres cirílicos, y cuesta bastante, al menos al principio, darse cuenta de su significado.
El Metro de San Petersburgo es famoso, entre otras razones, por ser el más profundo del mundo, pues pasa por debajo del río Neva a una profundidad de hasta 110 metros. En la actualidad consta de 5 líneas, con 63 estaciones y más de 100 kilómetros. Algunas estaciones fueron construidas como "palacios para el pueblo" y poseen una decoración majestuosa (mármol, mosaicos, esculturas…) y una impresionante arquitectura. La Línea Roja, que fue la primera que se construyó, es la que tiene las estaciones más interesantes para visitar, aunque las estaciones modernas, decoradas con varios tipos de mármol y otros materiales, también son muy bonitas. A los andenes se accede por escaleras mecánicas, muy largas (de hasta 100 metros), en cuyo recorrido se invierte unos 3 minutos.
En Rusia la diferencia horaria con España es de dos horas, y la unidad monetaria es el rublo, dividido en 100 kópecs (1 euro equivale a 34-35 rublos). Un souvenir típico que todos llevamos de recuerdo a nuestro regreso a España es la “matroska”, conjunto de piezas decoradas huecas, que se insertan consecutivamente por tamaño unas dentro de otras.
Los desayunos rusos son consistentes y la comida principal suele ser la cena. El plato fuerte es carne (buey, ternera, pollo…) o pescado (esturión, salmón…). Los dulces son muy populares y el helado, acompañado de gelatina o mermelada de frutas del bosque, resulta exquisito. En lo que respecta a las bebidas, la tradicional es el vodka y el kvas (a base de azúcar, centeno y cebada). La cerveza local es de buena calidad y fuerte, poco espumosa y amarga. El consumo de té es alto.
El martes 10 de agosto lo dedicamos a visitar los alrededores de San Petersburgo, concretamente Tsárkoye Seló y Peterhof. Por la mañana fuimos a Tsárkoye Seló, localidad situada a 27 kilómetros al sur de San Petersburgo, en la que Pedro I construyó un palacio que regaló a su esposa Catalina I y que fue luego remodelado por Bartolomeo Francesco Rastrelli para Isabel Petrovna, aunque en la actualidad se conoce como Palacio de Catalina II, quien lo utilizó como residencia de verano desde 1756; destaca su enorme fachada de 306 m de longitud, de colores blancos y azules, en cuya ornamentación se emplearon cerca de 100 kilogramos de oro. Vimos la escalera principal, la sala Grande del trono, la Sala de Ámbar…: todo una maravilla. Y, debido al tiempo disponible, solo pudimos visitar una pequeña parte de los jardines neoclásicos, obra maestra de Charles Cameron y Giacomo Quarenghi. En sus proximidades se levantó un edificio que serviría como liceo reservado a los jóvenes más selectos de la aristocracia rusa; uno de los alumnos, sin duda el más destacado, fue Alekxandr Pušhkin, cuya estatua de estudiante, obra realizada por Bach en 1900, contemplamos al llegar a Tsárkoye Seló. Precisamente, desde 1937 toda esta localidad pasó a llamarse Pušhkin, en honor al poeta.
Nos fuimos hacia Peterhof (Petrodvorec), un conjunto de edificaciones y parques de los siglos XVIII y XIX, adornado por más de un centenar de esculturas, que se encuentra situado en la costa báltica a 29 kilómetros al oeste de San Petersburgo. Comimos en las inmediaciones, en un restaurante moderno, con ambiente de época, con un enorme y lujoso salón-comedor y unas instalaciones sanitarias dignas de ser recordadas.
El territorio de Peterhof se extiende por una superficie superior a las 1.000 hectáreas, en la que hay cerca de una treintena de edificios y pabellones. El centro de todo el complejo es el Palacio Grande, realmente majestuoso; su construcción pasó por varias etapas con distintos arquitectos, hasta que en 1745 Rastrelli le confirió el aspecto que tiene en la actualidad, ya que en la reconstrucción sufrida tras la Segunda Guerra Mundial se siguieron fielmente sus diseños. El exterior cuenta, en los laterales, con cúpulas doradas en forma de cebolla y tejados adornados con guirnaldas también de color dorado; la fachada con 275 metros de longitud está adornada en su parte frontal por un precioso frontón con la sala del Trono -en ella vimos un cuadro que representa la figura ecuestre de Catalina II con uniforme de coronel- y la sala de Bailes, magnífico ejemplo de interior del barroco ruso: pudimos observar la distribución de las ventanas en dos niveles, que se multiplican en los espejos, así como profusión de alféizares de diferentes configuraciones, todo lo cual parece ampliar el recinto y crear la ilusión de un espacio infinito.
Pero la fama de Peterhof se debe a sus fuentes y cascadas. Vimos las del parque inferior, situadas ante la fachada norte del palacio, que da al golfo de Finlandia: la cascada grande, dos cascadas pequeñas y numerosas fuentes, con un total de 38 estatuas y 213 bajorrelieves. Algunos llaman a Peterhof el “Versalles ruso”, pero, a diferencia de los jardines franceses, en los que se habían instalado costosos dispositivos para elevar el agua, en Peterhof el agua corre por gravedad, a lo largo de un canal, desde las alturas de Rapsha hasta el golfo de Finlandia.
Nos llovió en Peterhof, compramos dos paraguas y, felices y satisfechos, cenamos en el hotel.
El día siguiente, 11 de agosto, dedicamos la mañana, en espera de marchar al aeropuerto, a pasear por los alrededores del hotel. La Moskovskye prospekt (avenida de Moscú), en la que se sitúa el Holiday Inn, totalmente rectilínea, es la calle más larga de San Petersburgo, con 10,5 kilómetros. Su crecimiento, que se aceleró en los años 1935-1939, ha dado lugar a un conjunto arquitectónico muy heterogéneo en el que se funden varias épocas y estilos. Entre lo que vimos, citaré el Arco de Triunfo de la Puerta de Moscu -se ve desde el hotel-, grandioso conjunto de doce columnas de hierro fundido, de 25 metros de altura, levantadas por Stasov en 1836-1838 para conmemorar las victorias rusas en Persia, Turquía y Polonia.
Siguiendo hacia el sur, nos encontramos con una gran plaza de 13 hectáreas presidida por el monumento a Lenin, realizado por Anikusin en 1970 para conmemorar el centenario de su nacimiento.
Más lejos, llegamos a la plaza de la Victoria, donde en 1975 se inauguró el monumento de la Victoria, obra del escultor M. Anikusin y de los arquitectos S. Speranskij y V. Kamenskij, con un obelisco de 48 metros de altura en su centro, al pie del cual está instalado el grupo escultórico “Los vencedores”.
A eso de las dos de la tarde nos llevaron al aeropuerto de Púlkovo 2, bastante cutre, en especial en las zonas de embarque -impropio, desde luego, de una gran ciudad como San Petersburgo-, y desde allí un avión de las aerolíneas checas nos llevó hasta Madrid, haciendo escala en Praga.

No hay comentarios:

Publicar un comentario