miércoles, 14 de septiembre de 2011

San Petersburgo, final de trayecto

Al fin pudimos llegar a San Petersburgo, después de un viaje bastante azaroso desde Tallin. Las dificultades comenzaron al llegar a Narva, la última población de Estonia antes de la frontera con Rusia, frontera constituida precisamente por el río que lleva el mismo nombre de la ciudad y que, tras nacer en el lago Peipus, desemboca en el golfo de Finlandia después de un recorrido de 77 kilómetros. Frente a Narva, en la otra margen del río, la localidad rusa de Ivangorod recibe a los viajeros procedentes de Estonia, que en su viaje por carretera pasan al lado de las fortificaciones fronterizas situadas en las dos orillas del río.
Dos horas estuvimos parados en la frontera de Estonia, en el interior del autocar, esperando que revisasen nuestros pasaportes visados, y otras dos horas demoramos en la frontera rusa, y en ambos casos la severidad de los gendarmes se vio bastante suavizada con una pequeña gratificación económica. Es lo que en los países sudamericanos se conoce como “mordida” y que sirve para comprobar que, como escribió Quevedo, poderoso caballero es don dinero”. Que estas cosas sucedan en Rusia puede resultar, hasta cierto punto, comprensible; pero no lo es tanto en el caso de Estonia, país que, al igual que España, pertenece a la Unión Europea. Es como si en Gijón, para ir desde la calle de Uría hasta Corrida, le retuviesen a uno durante dos horas en la plaza del Parchís.
Desde Ivangorod a San Petersburgo nos encontramos con una Rusia distinta de la que esperábamos. La carretera, con abundantes baches, nos iba llevando a través de zonas rurales con casas de madera con techumbres de uralita -o similar- y algunas, incluso, con plásticos tapando las ventanas. Aparentemente no se apreciaba que nos acercábamos a una gran ciudad, no se observaban urbanizaciones ni polígonos industriales, y kilómetro tras kilómetro continuaban los mismos suburbios empobrecidos…, hasta que llegamos a Moskovskye prospekt, donde en el número 97 nos esperaba el Holiday Inn, en el que nos alojaríamos durante tres días. Es una mole de quince pisos y de muy buen aspecto exterior, que no desmerece al penetrar en el hall, y que se confirma al llegar a la habitación, muy espaciosa y con bastante confort. Comimos aceptablemente al llegar al hotel, si bien en los días sucesivos la calidad y variedad de la comida experimentaron un fuerte retroceso.
San Petersburgo es una ciudad que cuenta hoy día con más de cuatro millones y medio de habitantes. Fue fundada en 1703 por el zar ruso Pedro I el Grande en una isla situada en el delta del río Neva, en la que levantó la fortaleza de Pedro y Pablo. Tras la construcción del Almirantazgo, la fortaleza se transformó en prisión de personajes famosos muy conocidos, como Dostoievski o Bakunin. Evidentemente, la construcción de la ciudad requirió un duro trabajo de desecación y saneamiento del delta; cuenta la leyenda negra que en ello perdieron la vida cerca de 30.000 rusos. La situación de la ciudad era y sigue siendo muy estratégica como puerta de salida al Báltico y hoy día se ha convertido en un importante centro industrial, cultural y artístico. Conocida como “la Venecia del Norte”, San Petersburgo se extiende sobre más de un centenar de islas separadas por los brazos del río Neva y por innumerables canales, unidos por más de 600 puentes. El núcleo urbano presenta una planta regular, con avenidas amplias y rectilíneas y extensas plazas.
Además de fábricas de productos alimenticios, textiles, químicos, etc., en la ciudad se levantan grandes instalaciones siderúrgicas, mecánicas, astilleros y establecimientos para la producción de porcelanas, caucho, papel y material electrónico y aeronáutico que se cuentan entre los mayores y mejor abastecidos del país. Posee numerosos colegios universitarios, una academia de artes, y grandes bibliotecas y museos. Además, reviste gran importancia el tráfico comercial que da vida al puerto y a una red ferroviaria que irradia desde aquí en todas direcciones, complementada por numerosas vías fluviales.
Debido a su situación geográfica, a casi 60º latitud norte, desde finales de mayo hasta mediados de julio los días son muy largos y por la noche el cielo no se oscurece por completo; es un fenómeno conocido popularmente como ”noches blancas” y resulta especialmente visible en los días despejados.
El clima de san Petersburgo es muy húmedo, con inviernos sumamente crudos, helándose el río Neva. El deshielo comienza en marzo y con él se inicia también un periodo muy lluvioso que precede a la primavera. El verano se concentra en los meses de junio y julio, predominando el sol. El otoño es muy breve (septiembre y mitad de octubre) y normalmente lluvioso; sin embargo, los años en que las precipitaciones son escasas, los colores de la naturaleza resultan espectaculares.
El lunes, día 8 de agosto, al llegar a San Petersburgo, nos llevaron a realizar un recorrido en autocar por los lugares y monumentos presumiblemente más significativos; una visita rápida que sirvió para darnos una idea de los aspectos más “turísticos” de la ciudad. Hicimos varias paradas para fotografiar lugares emblemáticos y admiramos “in situ” muchas maravillas arquitectónicas que antes habíamos visto a través de postales o de internet. Nos llamaron la atención de una forma especial las columnas rostrales, de 32 metros de altura, adornadas con proas de barcos, con cuatro estatuas en la base simbolizando los cuatro grandes ríos del imperio ruso (Volhov, Volga, Neva y Dniépr), obra del arquitecto Thomas de Thomon. También nos causó una grata sorpresa la presencia del crucero Aurora, atracado desde 1948 en el muelle frente a la Academia Naval Nachimov: la fama de este barco está relacionada con el comienzo de la Revolución, pues en la noche del 7 de noviembre de 1917 remontó el Neva y, en el momento en que desde el bastión Naryškin de la fortaleza se dio la señal, disparó el histórico cañonazo que abrió el camino al asalto al Palacio de Invierno.
También bajamos del autocar, para ver desde el exterior, la catedral de San Nicolás de los Marinos; es un edificio blanquiazul que data de 1770 y que consta de dos plantas, con cinco cúpulas y una gran ornamentación.
Al día siguiente de nuestra llegada, por la mañana, bajo una suave llovizna, vistamos la catedral de San Isaac, construida entre 1818 y 1858 por el arquitecto francés Auguste Montferrand sobre la planta diseñada por el español Agustín de Betancourt. Para cimentar el edificio fue necesario clavar en el terreno pantanoso más de 24.000 troncos de árbol. Se calcula que todo el conjunto, para cuya construcción se emplearon 43 tipos diferentes de piedra, puede alcanzar un peso de 300.000 toneladas. La catedral está rematada por una cúpula grande central y cuatro pequeñas en los ángulos, sobre los campanarios, y posee cuatro monumentales portadas, formadas por 112 columnas monolíticas de granito rojo de Finlandia, de 16 metros de altura, con un peso de 114 toneladas cada una. El interior es muy rico en oro, mármol y bronce y tiene una superficie de 4.000 m2, que da cabida a 14.000 personas. Dentro del edificio vimos un impresionante iconostasio de malaquita y lapislázuli, un péndulo de Foucault que cuelga desde la cúpula central, una maqueta de madera del sistema utilizado para izar las columnas, otra maqueta de madera taraceada de la iglesia a escala 1/166 y un busto de Montferrand realizado con los 14 tipos distintos de mármol utilizados en la construcción de la iglesia. Entre los templos dotados de cúpula, la catedral de San Isaac ocupa, por sus dimensiones (101,5 metros de altura) el cuarto lugar del mundo, detrás de la catedral de San Pedro en Roma, San Pablo en Londres y Santa María dei Fiore en Florencia.
Al sur de la Catedral se encuentra la plaza de San Isaac, en cuyo centro se yergue la estatua ecuestre de Nicolás I, obra del escultor Piotr Klodt (1856-1859), cuya originalidad radica en que tiene solo dos puntos de apoyo. Las estatuas alegóricas situadas en el pedestal (Fe, Sabiduría, Justicia y Poder) son retratos de la zarina y de las tres grandes duquesas. Más al sur, el canal Mojka y el palacio Mariinskij; y al este, los hoteles Astoria y Angleterre, así como el edificio del Almirantazgo, con su torre con aguja, de 72 metros de altura, rematada con una veleta en forma de fragata de tres mástiles, visible desde cualquier punto de la ciudad. Y al norte, la plaza de los Decembristas, con la estatua ecuestre conocida como “el jinete de bronce”, que representa al zar Pedro I y que fue realizada en 1782 por el escultor francés Etienne-Maurice Falconet.
Lloviznaba todavía cuando nos dirigimos hacia la “isla de las Liebres” (Zájacij ostrov), donde se ubica desde hace tres siglos la fortaleza de Pedro y Pablo, con sus seis bastiones. El principal edificio de la fortaleza es la catedral de San Pedro y San Pablo, obra maestra de Domenico Trezzini y uno de los ejemplos más interesantes de la primera arquitectura barroca de San Petersburgo; es de planta basilical rematada al este por una cúpula y al oeste por una torre de 122,5 metros, de los que 60 corresponden a la famosa aguja, que a su vez sostiene una esfera con un gallardete en forma de ángel que porta la cruz, obra de Antonio Rinaldi. Esta catedral puede considerarse como el panteón de los zares rusos de la dinastía Romanov, todos los cuales reposan bajo sarcófagos idénticos de mármol blanco, con la excepción de las tumbas de Alejandro II y de su esposa, cuyos sarcófagos son de jaspe de los Urales y de rodonita. Los restos del último zar Nicolas II y de los miembros de su familia, fusilados en julio de 1918 en Ekaterinburgo, están sepultados en la iglesia lateral de Santa Catalina. En la plazoleta delante del edificio del cuerpo de guardia vimos la estatua sedente de Pedro I, realizada en 1991 por Mijail Shemiakin.
Comimos en el restaurante Stravinski, en la orilla del canal Fontanka, amenizados por un grupo folclórico que nos obsequió con un amplio repertorio de música tradicional rusa, utilizando instrumentos muy peculiares.
Por la tarde nos esperaba el museo Ermitage, ubicado en un conjunto de cinco edificios -el Palacio de Invierno, el Viejo Ermitage, el Nuevo Ermitage, el Teatro del Ermitage y el Pequeño Ermitage-, obra del arquitecto italiano Bartolomeo Francesco Rastrelli (el mismo que diseñó el palacio Rundãle en Letonia), que son ejemplos grandiosos del barroco y albergan en total más de tres millones de obras de arte. El interior del Palacio de Invierno, el primero que visitamos, puede decirse que empieza con la Escalera Principal. Conducidos por nuestro guía, un estupendo profesional ruso, de nombre Alexander, fuimos visitando un gran número de salas, pasando de un edificio a otro; vimos cuadros de Rembrandt, Rubens, Leonardo da Vinci, Renoir, Monet, Picasso, Degas, Gauguin, Mattise, van Gogh… y admiramos el reloj “Pavo Real”, confeccionado en el siglo XVIII y comprado por el príncipe Grigori Potiomkin, quien luego se lo regalaría a Catalina II.
Al sur del Ermitage pudimos admirar la plaza del Palacio, con el edificio del Estado Mayor General, realizado por Carlo Rossi en 1819-1829, y la columna de Alejandro, obra de Auguste Montferrand, levantada en 1834 en honor de Alejandro I: es el mayor monolito del mundo moderno, de granito rosa, con un peso de casi 600 toneladas y una altura de 47,5 metros; el ángel de bronce dorado que lleva en su parte superior, obra de B. Orlovskij, representa al zar Alejandro levantando al cielo la mano derecha y con la cruz en la izquierda. De la plaza del Palacio se sale hacia la ulica Bol´saja Morskaja a través de un arco de triunfo terminado por Carlo Rossi en 1829 para conmemorar la victoria de 1812 sobre los ejércitos de Napoleón; encima del arco se encuentra el carro de la Victoria tirado por seis caballos.
Ya fuera del Ermitage, siguiendo el canal Mojka, llegamos a la iglesia de la Resurrección de Cristo o de la Sangre Derramada, construida por el arquitecto Alfred Parland en los años 1883-1907 en el preciso lugar en que el zar Alejandro II fue asesinado por el terrorista Grinevitski. Se trata de un edificio de 81 metros de altura, de estilo neorruso, insólito en una ciudad en la que dominan el neoclásico y el rococó; está provisto de cinco cúpulas y tiene al lado un campanario, rematado también en una cúpula dorada. Lo más característico del edificio, además de su forma, son los revestimientos multicolores de las fachadas, hechos con ladrillos, cerámica, mármol y granito. Además, las cúpulas en forma de cebolla, las hornacinas y todo el interior están revestidos de un total de 308 mosaicos con una superficie de 6560 metros cuadrados.
Muy cerca de la iglesia, atravesamos el Campo de Marte (Marsovo Pole), espacio verde que tomo este nombre desde tiempos de Pedro I, cuando la explanada se dedicaba principalmente a desfiles y ejercicios militares. Justo en el centro se encuentra el monumento a los combatientes de la Revolución de Febrero de 1917, construido hace un siglo sobre la sepultura de 184 soldados y obreros, muertos en dicha revolución. Encima del monumento se encendió en 1957 la primera Llama Eterna del país.
Desde la iglesia de la Sangre Derramada, el canal Griboédov nos condujo, siguiendo su orilla, hasta Nevski prospekt, la avenida principal de la ciudad, de 4,5 kilómetros de longitud y de una anchura que oscila desde los 25 hasta los 60 metros, atravesada por varios ríos y canales, con puentes sobre ellos, que le confieren su mayor atractivo. Vimos el edificio de la compañía Singer (1902-1904), actual Casa del Libro, obra de Pavel Sjuzor; su torre, rematada por una esfera de 2,8 metros de diámetro, sostenida por figuras alegóricas de la navegación, se convirtió en uno de los símbolos de la nueva San Petersburgo capitalista. Contemplamos, andamiada, la catedral de Nuestra Señora de Kazan (1801-1811), proyectada por Andrei Voronijin, con sus columnatas laterales integradas por 144 columnas, y las estatuas de los generales Kutuzov y Barclay, obra de Orlovskij en 1837. Pasamos enfrente del hotel Europa y de las grandes tiendas Gostinyj Dvor, un inmenso mercado de aproximadamente 1 kilómetro de perímetro. También atrajo nuestra atención la plaza Ostrovskogo, creada por Carlo Rossi, en cuyo centro se yergue el monumento de Catalina II, de 1873, obra de Mikešin y Opekušin; la estatua de la zarina, de 4 metros de altura, está rodeada por estatuas de seis personajes célebres de su época; y al fondo de la plaza, el teatro Aleksandrinskij, obra también de Carlo Rossi. Terminamos cruzando el puente Aničkov, sobre el canal Fontanka, decorado en sus cuatro esquinas con grupos escultóricos de bronce de los famosos Domadores de caballos, obra maestra de Piotr Klodt, del año 1850…
No quiero alargar la relación, pues la riqueza monumental de la avenida Nevski resulta inconmensurable. Prefiero referirme ahora al recorrido que realizamos por la noche en barco a través del río Neva y los canales para contemplar un verdadero espectáculo: la apertura de los puentes del río, incomunicando las islas del delta, para permitir que los barcos grandes entren en la ciudad; a las cinco de la mañana los puentes se vuelven a cerrar y San Petersburgo recupera el tráfico normal a través de puentes y calles. Resulta emocionante el momento en que los puentes se levantan, mientras las luces se reflejan en las aguas del río.
Conducir por las calles de San Petersburgo -o de cualquier otra ciudad rusa- puede resultar bastante complicado para un occidental que visite por vez primera este país. Y no lo digo por los policías de tráfico (GAI), que, según cuentan las guías de turismo, suelen demostrar un celo excesivo a la hora de imponer multas por infracciones cometidas por los conductores, sino por los letreros indicativos de calles, direcciones, estaciones de metro, señales de tráfico, etc., que están escritos en caracteres cirílicos, y cuesta bastante, al menos al principio, darse cuenta de su significado.
El Metro de San Petersburgo es famoso, entre otras razones, por ser el más profundo del mundo, pues pasa por debajo del río Neva a una profundidad de hasta 110 metros. En la actualidad consta de 5 líneas, con 63 estaciones y más de 100 kilómetros. Algunas estaciones fueron construidas como "palacios para el pueblo" y poseen una decoración majestuosa (mármol, mosaicos, esculturas…) y una impresionante arquitectura. La Línea Roja, que fue la primera que se construyó, es la que tiene las estaciones más interesantes para visitar, aunque las estaciones modernas, decoradas con varios tipos de mármol y otros materiales, también son muy bonitas. A los andenes se accede por escaleras mecánicas, muy largas (de hasta 100 metros), en cuyo recorrido se invierte unos 3 minutos.
En Rusia la diferencia horaria con España es de dos horas, y la unidad monetaria es el rublo, dividido en 100 kópecs (1 euro equivale a 34-35 rublos). Un souvenir típico que todos llevamos de recuerdo a nuestro regreso a España es la “matroska”, conjunto de piezas decoradas huecas, que se insertan consecutivamente por tamaño unas dentro de otras.
Los desayunos rusos son consistentes y la comida principal suele ser la cena. El plato fuerte es carne (buey, ternera, pollo…) o pescado (esturión, salmón…). Los dulces son muy populares y el helado, acompañado de gelatina o mermelada de frutas del bosque, resulta exquisito. En lo que respecta a las bebidas, la tradicional es el vodka y el kvas (a base de azúcar, centeno y cebada). La cerveza local es de buena calidad y fuerte, poco espumosa y amarga. El consumo de té es alto.
El martes 10 de agosto lo dedicamos a visitar los alrededores de San Petersburgo, concretamente Tsárkoye Seló y Peterhof. Por la mañana fuimos a Tsárkoye Seló, localidad situada a 27 kilómetros al sur de San Petersburgo, en la que Pedro I construyó un palacio que regaló a su esposa Catalina I y que fue luego remodelado por Bartolomeo Francesco Rastrelli para Isabel Petrovna, aunque en la actualidad se conoce como Palacio de Catalina II, quien lo utilizó como residencia de verano desde 1756; destaca su enorme fachada de 306 m de longitud, de colores blancos y azules, en cuya ornamentación se emplearon cerca de 100 kilogramos de oro. Vimos la escalera principal, la sala Grande del trono, la Sala de Ámbar…: todo una maravilla. Y, debido al tiempo disponible, solo pudimos visitar una pequeña parte de los jardines neoclásicos, obra maestra de Charles Cameron y Giacomo Quarenghi. En sus proximidades se levantó un edificio que serviría como liceo reservado a los jóvenes más selectos de la aristocracia rusa; uno de los alumnos, sin duda el más destacado, fue Alekxandr Pušhkin, cuya estatua de estudiante, obra realizada por Bach en 1900, contemplamos al llegar a Tsárkoye Seló. Precisamente, desde 1937 toda esta localidad pasó a llamarse Pušhkin, en honor al poeta.
Nos fuimos hacia Peterhof (Petrodvorec), un conjunto de edificaciones y parques de los siglos XVIII y XIX, adornado por más de un centenar de esculturas, que se encuentra situado en la costa báltica a 29 kilómetros al oeste de San Petersburgo. Comimos en las inmediaciones, en un restaurante moderno, con ambiente de época, con un enorme y lujoso salón-comedor y unas instalaciones sanitarias dignas de ser recordadas.
El territorio de Peterhof se extiende por una superficie superior a las 1.000 hectáreas, en la que hay cerca de una treintena de edificios y pabellones. El centro de todo el complejo es el Palacio Grande, realmente majestuoso; su construcción pasó por varias etapas con distintos arquitectos, hasta que en 1745 Rastrelli le confirió el aspecto que tiene en la actualidad, ya que en la reconstrucción sufrida tras la Segunda Guerra Mundial se siguieron fielmente sus diseños. El exterior cuenta, en los laterales, con cúpulas doradas en forma de cebolla y tejados adornados con guirnaldas también de color dorado; la fachada con 275 metros de longitud está adornada en su parte frontal por un precioso frontón con la sala del Trono -en ella vimos un cuadro que representa la figura ecuestre de Catalina II con uniforme de coronel- y la sala de Bailes, magnífico ejemplo de interior del barroco ruso: pudimos observar la distribución de las ventanas en dos niveles, que se multiplican en los espejos, así como profusión de alféizares de diferentes configuraciones, todo lo cual parece ampliar el recinto y crear la ilusión de un espacio infinito.
Pero la fama de Peterhof se debe a sus fuentes y cascadas. Vimos las del parque inferior, situadas ante la fachada norte del palacio, que da al golfo de Finlandia: la cascada grande, dos cascadas pequeñas y numerosas fuentes, con un total de 38 estatuas y 213 bajorrelieves. Algunos llaman a Peterhof el “Versalles ruso”, pero, a diferencia de los jardines franceses, en los que se habían instalado costosos dispositivos para elevar el agua, en Peterhof el agua corre por gravedad, a lo largo de un canal, desde las alturas de Rapsha hasta el golfo de Finlandia.
Nos llovió en Peterhof, compramos dos paraguas y, felices y satisfechos, cenamos en el hotel.
El día siguiente, 11 de agosto, dedicamos la mañana, en espera de marchar al aeropuerto, a pasear por los alrededores del hotel. La Moskovskye prospekt (avenida de Moscú), en la que se sitúa el Holiday Inn, totalmente rectilínea, es la calle más larga de San Petersburgo, con 10,5 kilómetros. Su crecimiento, que se aceleró en los años 1935-1939, ha dado lugar a un conjunto arquitectónico muy heterogéneo en el que se funden varias épocas y estilos. Entre lo que vimos, citaré el Arco de Triunfo de la Puerta de Moscu -se ve desde el hotel-, grandioso conjunto de doce columnas de hierro fundido, de 25 metros de altura, levantadas por Stasov en 1836-1838 para conmemorar las victorias rusas en Persia, Turquía y Polonia.
Siguiendo hacia el sur, nos encontramos con una gran plaza de 13 hectáreas presidida por el monumento a Lenin, realizado por Anikusin en 1970 para conmemorar el centenario de su nacimiento.
Más lejos, llegamos a la plaza de la Victoria, donde en 1975 se inauguró el monumento de la Victoria, obra del escultor M. Anikusin y de los arquitectos S. Speranskij y V. Kamenskij, con un obelisco de 48 metros de altura en su centro, al pie del cual está instalado el grupo escultórico “Los vencedores”.
A eso de las dos de la tarde nos llevaron al aeropuerto de Púlkovo 2, bastante cutre, en especial en las zonas de embarque -impropio, desde luego, de una gran ciudad como San Petersburgo-, y desde allí un avión de las aerolíneas checas nos llevó hasta Madrid, haciendo escala en Praga.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Tallinn es una maravilla

Cuando llegamos a Tallínn era ya tarde avanzada y llovía intensamente, aunque pronto comenzó a clarear. Nuestro hotel, el Meriton Conference & Spa Hotel, situado muy cerca del casco antiguo, nos dio una muy buena impresión inicial, que pronto confirmamos ser cierta. Tallinn, con casi 400 000 habitantes, es una de las ciudades europeas con mayor encanto, debido principalmente a sus edificaciones medievales. Las agujas de las iglesias del siglo XIV destacan por encima de sus estrechas calles adoquinadas, y sus muros de piedra ocultan infinidad de restaurantes, tiendas y cafés. Su casco antiguo, llamado Vanalinn o ciudad vieja, conserva las características de una auténtica ciudad medieval con antiguas casas de comerciantes y almacenes. La estructura urbana se compone de múltiples callejas que confluyen en la Raekoja Platz (Plaza del Ayuntamiento), que se encuentra situada en el centro del conjunto y cuyos orígenes hay que buscarlos en el mercado medieval que allí se establecía. El Ayuntamiento, de estilo gótico tardío, construido con piedra caliza gris entre 1371 y 1404, posee una torre octogonal de 64 metros, rematada desde 1530 en una veleta que representa a un viejo guerrero que se ha convertido en el símbolo de la ciudad, el Vana Toomas: en su fachada destacan dos gárgolas en forma de dragón que datan del siglo XVII. En la cara norte de la plaza del Ayuntamiento se encuentra una farmacia (Raeapteek), tal vez la más antigua de Europa, que lleva trabajando ininterrumpidamente desde 1422. Al lado de la farmacia, un arco da paso al llamado pasaje del Pan Blanco (Saiakang), en cuyo extremo se levanta la iglesia del Espíritu Santo, gótica del siglo XIII y de credo luterano; esta iglesia ostenta los récords de poseer la torre más antigua de Estonia (1433) y el reloj más antiguo de Tallinn (1684).
La calle Pikk (larga) atraviesa la ciudad antigua al este de la plaza del Ayuntamiento; al norte de esta calle se encuentra la iglesia de San Olaf, de 124 m de altura. Durante la ocupación soviética la torre de la iglesia fue utilizada por el KGB como punto de vigilancia.
Estuvimos en la calle Vene, situada al este de la ciudad antigua, en la cual se ubica el antiguo barrio de comerciantes rusos. También se encuentra en esta calle uno de los edificios más antiguos de Tallinn: un monasterio dominico fundado en 1246, que fue abandonado tras ser incendiado durante las revueltas provocadas por la reforma luterana; fue restaurado en 1954 y hoy día alberga un museo de piedras cinceladas de los siglos XV a XVII. La iglesia de San Pedro y San Pablo, neoclásica, fue realizada en 1844 por el arquitecto Carlo Rossi.
Vimos, al sur de Vanalinn, la iglesia de San Nicolás (Niguliste Kirik), del siglo XIII, que guarda en su interior una amplia muestra de arte y que en actualidad se utiliza como sala de conciertos. Muy cerca de la iglesia, delante del número 16 de Rataskaevu, hicimos una foto en el brocal de un pozo donde morían muchos gatos callejeros, que en la época medieval se sacrificaban para pedir prosperidad para el año venidero. También hicimos fotos en los miradores Patkuli y Kohtuotsa, desde los que se observan amplias vistas del casco antiguo de la ciudad, así como de parte de la bahía.
De las 46 torres que llegó a tener la muralla que rodea la parte baja de Vanalinn, solo se conservan 26, así como 1,85 kilómetros de muralla, cuya altura varía entre 13 y 16 metros, con un espesor de entre 2 y 3 metros. En la parte norte destaca la puerta de la playa, en la que en otro tiempo rompían las olas en épocas de temporal; esta puerta está unida a un bastión del siglo XVI, conocido popularmente como Margarita la Gorda (Paks Margareeta) que hoy día alberga el museo marítimo. La puerta sur, cuya construcción data de 1475, se llama Kiek in de Kök, nombre de origen alemán que viene a significar vistazo a la cocina; esta era la denominación que se le solía dar a las torres situadas muy cerca de la población a la que defendían. La Kiek in de Kök tiene una altura de 38 metros y sus muros alcanzan los 4 metros de espesor; en su interior alberga un museo de historia de la capital.
La parte alta del casco antiguo, llamada Toompea, donde en otro tiempo habitaba la nobleza, está claramente delimitada de la parte baja, donde se había asentado la burguesía comerciante. De hecho, hasta el siglo XVII solo disponía de un entrada: el trecho de la pierna larga (Pikk jalg), pero actualmente existe también el trecho de la pierna corta (Lühike jalg); donde ambos comienzan se conserva una puerta que fue colocada por los burgueses y comerciantes de la parte baja para impedir que por la noche la “nobleza” de la parte alta bajase con toda impunidad a gozar con las esposas e hijas de los burgueses. Sobre la colina de Tompea se encuentran, entre otros edificios notables, el Parlamento y las catedrales de Alexander Nevski y de Santa María Virgen.
El Parlamento de Estonia (Riigikogu) se ubica en el castillo de Toompea. Sus orígenes se remontan a una primitiva fortaleza danesa de 1219, de la que ya queda muy poco; lo que sí se conservan son tres torres de un castillo posterior construido entre 1227 y 1229. La torre más famosa del complejo es la Pikk Hermann, levantada en 1371, en la que ondea permanentemente la bandera nacional estonia. La fachada construida en el siglo XVIII es barroca y posee un característico tono rosado.
La catedral de Alexander Nevski es una iglesia ortodoxa situada en la Ciudad Vieja de Tallinn. Fue construida entre 1894 y 1900 a partir de un diseño de Mijail Preobrazhensky en un típico estilo renacentista ruso y está dedicada a San Alejandro Nevski, que en el año 1242 ganó la batalla del lago Peipus, en las aguas territoriales de la actual Estonia.
En cuanto a la catedral de Santa María Virgen, llamada Toomkirik, el edificio es de los siglos XV-XVII, pero la torre se añadió en 1779; en su interior se alojan algunas tumbas de personajes famosos de la historia de Tallinn.
El casco antiguo se encuentra rodeado por una franja de parques (Toompark, Hirvepark…) que ocupa la línea del foso defensivo original de la ciudad
En el autocar que nos acompañó durante el viaje hicimos un recorrido de circunvalación del casco antiguo, acercándonos -por Narva maantee- al parque de Kadriorg y siguiendo posteriormente la curva de la bahía, hasta llegar a Pirita. Esto nos permitió apreciar la gran pujanza del puerto, con un tráfico continuo de mercancías y pasajeros. Nos dimos cuenta de que la ciudad ha experimentado un auge muy notable, como lo demuestran las grúas que despuntan por todas partes. Entre las construcciones más recientes se encuentra el centro comercial Viru Centre, inaugurado en 2004. Tallinn muestra una apetencia especial por todo lo nuevo, en especial por la tecnología de la información: pueden servir de ejemplo los bancos por internet y el pago de billetes de parking a través de la red.
Sin embargo -no todo ha de ser alabanzas-, los barrios de la periferia, según nos cuentan, siguen sin modernizarse, a ellos llegan pocos turistas y reflejan pobreza, desempleo y déficit de infraestructuras. El guía que nos acompañó por Tallinn, un cubano de nombre José Santana, ingeniero químico de profesión, nos comentó el malestar que sienten los estonios, trabajadores incansables, que después de conseguir elevar un 8 % su producto interior bruto, se ven ahora obligados a rescatar a otros países, como Grecia, Portugal o, tal vez, España, países que alegremente malgastan el capital prestado. Dice que Estonia ha llegado a la Unión Europea cuando ya estaba repartido el pastel y empezaban a pasar la factura…
La bandera de Estonia presenta tres bandas horizontales de igual tamaño: la superior de color azul, que representa el cielo, los lagos y el mar de Estonia y la lealtad a las ideas nacionalistas; la del medio, negra, por el color del suelo, y la de abajo, blanca, simbolizando la alegría de la gente.
Su clima es continental, sobre todo en el interior; los veranos son cortos y los inviernos largos y rigurosos, con temperaturas que pueden alcanzar los 25 grados bajo cero. Es un país predominantemente llano, poco poblado, con 3800 kilómetros de costas y un litoral en el que abundan los fiordos y en el que se albergan una veintena de puertos y se divisan un total de 1524 islas; posee innumerables ríos y lagos, y está cubierto de bosques, humedales y turberas, con una abundante flora y fauna. Su tasa de desempleo es una de las más bajas de la Unión Europea, aunque los salarios son aún inferiores a los de Europa Occidental. Pero Estonia está creciendo de una forma muy rápida, habiendo recuperado las reservas de oro depositadas en los bancos occidentales antes de la ocupación soviética y manteniendo relaciones financieras y comerciales muy intensas con la vecina Finlandia. Los yacimientos de esquistos bituminosos constituyen uno de los recursos mineros más importantes de Estonia, ya que sirven para abastecer más de la mitad de sus necesidades energéticas; cubriéndose el resto con el gas natural y el petróleo importado de Rusia. Las principales exportaciones del país son maquinaria, electrónica, piezas para automóviles, cemento, textiles, cueros, madera, papel y productos lácteos. Su economía también depende mucho del sector de la tecnología de la información, del turismo y del transporte de petróleo ruso a través de sus puertos.
En Tallin, por su parte, abundan las tiendas elegantes, los restaurantes, los bares y los clubes nocturnos, lo que pone de manifiesto el carácter hedonista de la juventud estonia de la clase alta.
El domingo (día 7 de agosto) que permanecimos en Tallinn comimos en Maikrahv en la Plaza del Ayuntamiento y cenamos en Pepersack, un restaurante medieval en la calle Viru; la fachada del edificio es muy estrecha, con una puerta ojival; el interior, de varios pisos, resulta bastante amplio, rústico, con escaleras, balcones y mesas de madera, camareras vestidas de época y un espectáculo de animación.
Hago punto y aparte, sin detenerme en cuestiones gastronómicas. Al día siguiente, lunes, madrugamos para salir de Tallinn a las 7 y media de la mañana, en dirección a Narva, con la esperanza de que el tiempo de espera en el paso fronterizo con Rusia no nos resultase excesivamente pen

domingo, 4 de septiembre de 2011

Estuvimos en Letonia

Después de atravesar la frontera de Lituania hacia el norte, seguimos hasta el palacio Rundãle, cerca de Bauska, diseñado en el siglo XVIII por el arquitecto italiano Francesco Bartolomeo Rastrelli como residencia de verano del barón Biron, duque de Curlandia; vimos algunas habitaciones y salas del palacio restaurado y dimos un corto paseo por sus jardines; nada diferente de los que se puede ver en multitud de lugares españoles.
Continuando el viaje, llegamos a Riga al atardecer y nos hospedamos en el Albert Hotel, el mismo en el que habíamos pernoctado tres días antes: un hotel aceptable con buena cena y con unas vistas insuperables de la ciudad desde la terraza del último piso. Riga, con unos 700 000 habitantes, es la mayor de las tres capitales bálticas y la que tiene un ambiente más cosmopolita. Está situada a unos 15 kilómetros del mar, en una llanura atravesada por el río Daugava que alcanza aquí una anchura de 500 m. En Riga se concentra casi la mitad de la producción industrial letona, especializada en el sector financiero, los servicios públicos, la industria farmacéutica, de textiles, de cemento, de cristalería, de mobiliaria y de productos manufacturados en general, además de la construcción de barcos. En Letonia, de momento, pese a pertenecer a la Unión Europea, aún no han adoptado el euro: la moneda en vigor es el lats, que equivale, aproximadamente, a 1,42 €.
El país se caracteriza por sus bonitas playas, de arenas finas, enmarcadas por dunas; y en su interior salpican su geografía más de 4000 lagos. Su clima es de transición entre el oceánico y el continental: en la costa los veranos son frescos y los inviernos suaves, mientras que en el interior las condiciones son más extremas, en especial durante los inviernos, largos y crudos.
Letonia carece prácticamente de recursos naturales, pues la turba y las represas se ven incapaces de cubrir las necesidades energéticas; por se motivo, importa de Rusia gas natural y petróleo. Su economía se basa en la industria y en la agricultura. Produce maquinaria ferroviaria, barcos, alimentos procesados, productos químicos y petroquímicos, textiles, papel y madera. En ganadería predomina la cría de bovinos y porcinos; y en cuanto a la agricultura, los principales cultivos son: lino, forrajes, remolacha azucarera y patatas. En la pesca, el grueso de las capturas corresponde al arenque y al bacalao.
Al día siguiente de llegar (5 de agosto), por la mañana, visitamos, acompañados por un guía local, unos cuantos edificios exponentes del art nouveau, también conocido como jugendstill, la mayoría de ellos situados a lo largo de las calles al este de Elizabetes iela, muy cerca de nuestro hotel, y algunos diseñados por Mijail Eisenstein, padre del célebre cineasta. En este tipo de arquitectura sobresale la ornamentación a base de flores, monstruos, máscaras y figuras grotescas en lo alto de los edificios, algunos realizados con azulejos coloristas. El autocar nos esperaba en el parque Esplanade, muy cerca del Museo de Arte Nacional Letón, y acomodados en él realizamos una vista panorámica circunvalando la ciudad, para así contemplar algunos edificios a los que, debido a la lejanía, resultaba difícil acceder a pie.
Bajamos del autocar en Latviesu strėinieku laukums (plaza de los Fusileros) situada al este del puente Akmens, donde en otro tiempo se encontraba el mercado central de Riga. El casco antiguo de la ciudad (Vecriga), en su mayor parte peatonal, ha sido declarado Patrimonio Mundial por la Unesco, y se prolonga 1 kilómetro por el lado oriental del río Daugava y 600 metros tierra adentro. A su alrededor se extiende toda una circunvalación de parques, avenidas y canales creada en el siglo XIX, más allá de la cual se encuentran la parte nueva de la ciudad, los barrios residenciales y los enclaves industriales soviéticos.
En la plaza Latviesu strėinieku se encuentra la estatua de los Fusileros, de color rojo oscuro, dedicada a ocho regimientos creados en la Primera Guerra Mundial para luchar en el Ejército Imperial Ruso; y de aquí parte la Kaļķu iela, una calle estrecha y semipeatonal que divide el casco antiguo en dos mitades; luego se ensancha y se convierte en Brivibas bulvāris, pasando a continuación por el monumento a la Libertad, erigido en 1935, que está coronado por una figura femenina de bronce, que sostiene tres estrellas que representan las tres regiones de Letonia; este monumento se convirtió más tarde en el centro del movimiento independentista, que comenzó el 14 de junio de 1987 cuando 5000 personas se reunieron ilegalmente en el lugar para conmemorar a las víctimas del movimiento estalinista.
Nada más bajar del autocar vimos el Ayuntamiento, construido en 2002; la casa de las Cabezas Negras, de 2001; la estatua de Roland… y paseamos por su callejuelas, apreciando las tallas y esculturas que adornan los edificios. Mirando hacia lo alto, descubrimos el chapitel de la iglesia de San Pedro, reconstruido tres veces, siempre en estilo barroco. Mide 123,25 metros y subimos en un ascensor hasta los 72 metros, desde donde se divisa una extraordinaria panorámica de la ciudad.
Detrás de la iglesia de San Pedro se levanta la iglesia gótica de San Juan, utilizada para conciertos de música clásica y órgano, y el Konventa Sĕta, antiguo convento franciscano convertido en hotel. Pasamos a continuación a la otra mitad del casco antiguo, donde vimos la catedral de Santa María y su claustro, la casa de los Tres Hermanos, la iglesia gótica de Santiago, la Puerta Sueca, la Torre de la Pólvora, la casa del Gato…, en fin, una gran cantidad de edificios de enorme encanto, a pesar de que muchos de ellos son reconstrucciones, totales o parciales, realizadas tras la Segunda Guerra Mundial, incluso algunas después de que el país alcanzara su independencia.
Comimos en el restaurante Lavonija, en el mismo centro de Riga; no comento la comida, pues en todos los locales se repite prácticamente el mismo menú: la misma crema de remolacha, el mismo arroz, pan bastante escaso y el agua de la jarra siempre con gajos de limón flotando en la superficie…
Después de comer nos llevaron a visitar el Museo Etnográfico al Aire Libre, en las afueras de Riga, a orillas del lago Jugla, a donde llegamos después de soportar una docena de kilómetros de tráfico intenso. Se trata de un museo creado en 1924 y dedicado a las tradiciones locales: viviendas campesinas, granjas, molinos, casas de pescadores, una taberna…; pero no mejor, sin duda, que el museo del Pueblo de Asturias, en Gijón.
Por la noche, la cena (sin comentarios) tuvo lugar en el Lido Atpŭtas Centrs, en las afueras de Riga, al lado del Daugava; se trata de una especie de parque de atracciones en el que se representan todos los tipos de viviendas letonas y donde se pueden degustar todas las especialidades de la gastronomía local. El centro fue creado en 1999 y pudimos comprobar que el ambiente era típicamente letón.
Amaneció el sábado, día 6 de agosto, y después de desayunar en el hotel, abandonamos Riga con destino a Tallin, haciendo escala, por el camino, en el parque nacional de Gauja. Bajamos del autocar en Sigulda, donde nos encontramos con las ruinas de un castillo medieval del siglo XIII, y a su lado otro nuevo, construido en 1867. Desde aquí se nos ofrece una bonita vista del río Gauja, con el castillo de Turaida al fondo, sobresaliendo en un bosque de pinos y abetos.
De nuevo en el autocar, nos acercamos a ver el castillo de Turaida, paseamos por su patio principal y subimos a la Torre de las Mazmorras, lo que nos permitió obtener una visión panorámica del valle. Muy cerca del castillo vimos la iglesia, de mediados del siglo XVIII, a la que en 1808 se añadiría la torre neobarroca. Desde aquí llegamos al Jardín de las Dainas, con esculturas en piedra que simbolizan a los héroes letones que se inmortalizan en las “dainas”, canciones tradicionales del país que expresan acontecimientos como el nacimiento, las bodas y la muerte.
Todo el parque de Gauja parece impregnado de una atmósfera de leyenda, inspirada en un hecho real acaecido cuatro siglos antes. En el año 1601 una bella niña de Sigulda, llamada Maija, fue llevada al castillo de Turaida después de ser encontrada entre los heridos de una batalla que sostuvieron Suecia y Polonia. Ya desde pequeña se enamoró de Viktors, un jardinero del castillo de Sigulda, con quien se encontraba en secreto dentro de una cueva a mitad de camino entre los dos castillos. Un día, un desertor del ejército polaco la secuestró e intentó violarla y, para librarse, intentó, a cambio de su libertad, ofrecerle un collar que, según ella, poseía poderes mágicos protectores. Sin embargo, no le sirvió de nada, pues el soldado la mató con su espada, aunque fue luego capturado y colgado por el crimen cometido. En el parque, muy cerca de la iglesia, una lápida y un tilo conservan la memoria de la “Rosa de Turaida”.
Comimos en el mismo parque de Gauja; la estructura de madera del restaurante armonizaba en extremo con el entorno; a su lado, en un pequeño lago artificial, una barca flotaba en el agua, cuya superficie cubría un manto de nenúfares.
Por la tarde, reemprendimos la marcha hacia el norte, camino de la frontera con Estonia, en dirección a Tallinn. El cielo comenzó a encapotarse y, de pronto empezaron a caer finas gotas de agua de lluvia; mientras, sin problema alguno, atravesamos el puesto fronterizo.