jueves, 15 de enero de 2009

Ruidos por un tubo

Ahora que estoy jubilado y dispongo de tiempo suficiente para hacer muchas cosas que antes me resultaban imposibles, he cogido la costumbre de dar por las tardes pequeños paseos, que me permiten desentumecer los músculos y los huesos oxidados después de tantos años de inactividad.
El caso es que hace unos días subía en Gijón hacia el parque de los Pericones pensando en cosas presumiblemente insustanciales cuando de pronto pasó a mi lado una moto a todo trapo, con el tubo de escape cortado. No creo exagerar si digo que el ruido repentino me hizo elevarme en el aire dos palmos sobre la acera, así como refrescar mi memoria acordándome hasta la cuarta generación del árbol genealógico del causante, protegido su incógnito bajo un casco de extraterrestre. Tampoco exagero si afirmo que el ruido no desmerecía en absoluto al que produce un avión al despegar. Por si fuera poco, unos metros más adelante vi a una pareja de policías municipales que, indudablemente, tuvieron que haber oído el ruido de la moto, pero que hicieron caso omiso de la infracción. Y yo me pregunto: ¿No existe, acaso, una ordenanza de ruidos? ¿No es deber de la policía municipal proteger a los ciudadanos de aquellas situaciones que puedan significar un menoscabo de la salud ambiental?
Leo en un libro de texto de Bachillerato: “Los ruidos de intensidad superior a 120 decibelios producen sensaciones dolorosas; si son de más de 140 decibelios, incluso actuando durante breves intervalos de tiempo, pueden provocar la rotura del tímpano y dar lugar a sordera permanente”.
De repente, una lucecita se enciende en mi cabeza: ¿Serán estas frases del libro entrecomilladas la explicación de por qué los policías no se inmutaron al paso del motorista? ¿Estarían sordos a causa del enorme ruido ambiental existente en nuestra ciudad de Gijón?
Dicen que Tokio es la ciudad más ruidosa del mundo. ¡Hala! ¡A por ellos!

lunes, 5 de enero de 2009

¡Menudos humos!

Cuando el 1 de enero de 2005 entró en vigor la llamada “ley del tabaco”, las lamentaciones y protestas de los hosteleros alcanzaron niveles de auténtico paroxismo. “¿Qué va a ser de nosotros?”, decían. “¿Cuántos locales se verán obligados a cerrar?” Esa ley era para ellos como el quinto jinete del Apocalipsis, que en su frenético cabalgar arrasaría infinidad de bares y restaurantes.
En contrapartida, muchos ciudadanos veíamos, al fin, cumplidos nuestros deseos de poder disfrutar de espacios sin humo, en vez de llegar a nuestras casas con la ropa impregnada de olor a tabaco.
Han pasado tres años desde entonces, y en todo este tiempo la venta y el consumo de tabaco en nuestro país han aumentado día tras día, aunque el Gobierno sostenga que el aumento de la venta se debe a consumidores foráneos. Pero la prueba es evidente: apenas hay establecimientos hosteleros en los que no se fume, y en la mayor parte de ellos el aire resulta irrespirable. ¿En qué quedó la ley? ¿En qué quedaron los buenos deseos? ¿Qué nombre se le puede dar a la cara de incomprensión o de fastidio que se le pone al consumidor engañado?

viernes, 2 de enero de 2009

La esperada jubilación


Discrepo totalmente de Miguel Delibes, que en su novela La hoja roja, refiriéndose a la jubilación, la define como “la antesala de la muerte”. Por el contrario, más bien me solidarizo con aquellos que, en plan jovial, la catalogan como “una eterna pausa para el café”.
Me jubilé hace tan solo tres meses y es tal mi osadía que en este breve período de tiempo creo haber adquirido los suficientes conocimientos para poder disertar acerca de la jubilación. Me explico. En primer lugar, estoy orgulloso de haber escalado este peldaño de mi vida, pues no todos lo consiguen y algunos mueren en el empeño. Creo que este peldaño conduce a una etapa llana, que se recorre fácilmente, aunque a veces aparecen descensos vertiginosos con curvas sin señalizar. Siguiendo este símil ciclista, puede decirse que, eligiendo el piñón adecuado, es una etapa de sesteo: ejercicio ligero, ayuda a los nietos, búsqueda de nuevas ocupaciones….
Lamentablemente, en esta Asturias envejecida, el número de jubilados está aumentando a un ritmo continuo, año tras año. Y eso constituye un serio peligro, el peligro del exceso, el de ser demasiados, de convertirnos en una plaga para el Estado… Y que nos exterminen como a ratas si, por un azar, nos vemos precisados a acudir por una simple gripe a un centro hospitalario.